Cuando Marta comenzó la universidad, pronto se dio cuenta de que, aunque sus compañeros tenían buenas intenciones, muchos la trataban con condescendencia. Evitaban incluirla en los trabajos en grupo o le asignaban solo tareas sencillas. Cuando participaba en clase, le respondían con una entonación infantil, como si buscaran complicidad entre ellos. “Me ven más como una niña que como una compañera”, comentaba Marta al reflexionar sobre su experiencia.
Su historia no es única: muchas personas con discapacidad intelectual encuentran en la universidad no solo un espacio de aprendizaje, sino también un entorno donde deben lidiar con el estigma social.
El acceso a la universidad no garantiza una experiencia educativa libre de barreras. Más allá de los desafíos académicos, las personas con discapacidad intelectual se enfrentan un estigma estructural que impacta en su bienestar emocional, su integración en la vida universitaria y sus oportunidades de desarrollo profesional.
Pero ¿se pueden cambiar estas percepciones? Un estudio reciente midió el impacto de una intervención educativa para reducir el estigma en estudiantes universitarios. Utilizando un diseño experimental con grupo control, los investigadores analizaron cambios en la percepción de la discapacidad intelectual antes y después de la formación. ¿El resultado? Los estudiantes que participaron en la intervención mostraron mejoras significativas en sus actitudes, reduciendo su nivel de estigma, mientras que el grupo control no experimentó cambios.
Personas con discapacidad intelectual en la universidad
El estigma hacia las personas con discapacidad intelectual sigue siendo un obstáculo para su plena inclusión en la sociedad. Aunque los avances legislativos y educativos han mejorado su acceso a derechos fundamentales, los prejuicios y barreras sociales siguen vigentes, especialmente en el ámbito universitario.
Otro estudio analizó la percepción de distintos actores universitarios (estudiantes, profesorado y personal de administración) sobre la presencia de jóvenes con discapacidad intelectual. Curiosamente, los resultados revelaron que las mujeres tienden a percibir menos estigma que los hombres.
Además, el autoestigma es un elemento a destacar, pues los propios estudiantes con discapacidad intelectual mostraron niveles más altos de estigmatización hacia su propio colectivo en comparación con los otros estamentos universitatorios: sus compañeros sin discapacidad, profesores o personal de administración.
Sin embargo, la educación superior puede ser un motor de cambio en la forma de entender a este colectivo y defender su libre desarrollo personal, social, académico y profesional. Un conjunto de estudios recientes, enmarcados en nuestro proyecto Intervención socioeducativa en el estigma social hacia la discapacidad intelectual (ISESDI) ha demostrado que las intervenciones educativas bien diseñadas pueden transformar percepciones y fomentar entornos más inclusivos.
El contacto, clave para desmontar estereotipos
No basta con sensibilizar: el contacto directo con personas con discapacidad intelectual juega un papel fundamental en la reducción del estigma. La proximidad y la interacción frecuente derriban mitos y prejuicios, promoviendo una visión más realista y justa.
Los estudiantes universitarios sin discapacidad intelectual colaboraron con compañeros que sí la tenían en proyectos reales. Uno de los participantes de un Programa Universitario en Competencias Sociolaborales comentaba: “Al principio no sabía cómo interactuar, y al pasar unas horas ya nos veíamos como iguales”.
Sin embargo, también deja una conclusión inquietante: el estigma persiste incluso entre personas con estudios universitarios avanzados. Esto refuerza la necesidad de que las estrategias educativas no sean acciones aisladas, sino parte de un proceso continuo que se perpetúe en cada nueva generación de estudiantes.
Más allá del aula: la inclusión como reto universitario
Si bien cambiar actitudes es crucial, garantizar oportunidades profesionales para las personas con discapacidad intelectual es el siguiente paso. En un estudio sobre madurez vocacional se analizó la elección de profesiones por parte de jóvenes universitarios con dicha discapacidad. Los resultados mostraron que estos estudiantes tienen intereses vocacionales diversos, con una mayor inclinación por áreas artísticas, sociales y científicas, y menor preferencia por profesiones tradicionalmente consideradas convencionales o de servicio, roles que a menudo se les asignan de forma inconsciente.
Samuel, por ejemplo, siempre soñó con ser cineasta, pero en su entorno le sugerían optar por formarse en hostelería o jardinería. Gracias a un programa universitario inclusivo, se animó a intentarlo y, como él mismo dice: “No quiero que decidan por mí lo que puedo o no puedo hacer. Quiero contar historias, porque también tenemos cosas que decir”.
Casos como el de Samuel reflejan la importancia de diseñar itinerarios formativos que respeten las vocaciones de estos estudiantes y amplíen sus oportunidades en sectores donde históricamente han encontrado barreras.
Esto evidencia la necesidad de repensar los programas formativos universitarios para ajustarlos a las aspiraciones y necesidades de estos estudiantes. Programas como UNIDIVERSIDAD, financiado por la Fundación ONCE, han demostrado que la inclusión universitaria no solo potencia sus competencias profesionales, sino que también fortalece su autoestima y sentido de pertenencia.
La universidad, un laboratorio de cambio social
Los hallazgos de estos estudios son un recordatorio de que la educación no solo transmite conocimientos, sino que moldea mentalidades. Las universidades tienen la capacidad y la responsabilidad de ser espacios de transformación social, promoviendo no solo la accesibilidad física, sino también un cambio profundo en las actitudes y creencias de sus estudiantes.
El proyecto ISESDI ha demostrado que las intervenciones educativas pueden marcar una diferencia real en la reducción del estigma. Pero no basta con abrir las puertas de la universidad a las personas con discapacidad intelectual; es fundamental garantizar que estas puertas den acceso a un entorno donde se valore la diversidad y se promueva la inclusión real.
Las universidades deben convertirse en el epicentro del cambio social, donde las diferencias sean vistas como un valor añadido y no como un obstáculo. No es solo cuestión de justicia social, sino de construir una sociedad más equitativa, donde todas las personas tengan la oportunidad de contribuir y desarrollarse plenamente.
Fuente: Álvaro Moraleda Ruano / theconversation.com